Dice el refrán que al nopal sólo van a verlo cuando tiene tunas. Y en esta Muy Noble Muy Leal y Muy Sentida ciudad, a las estatuas sólo se les voltea a ver cuando alguien violenta su estática condición.
Al extraordinario Caballito, obra maestra de Manuel Tolsá que es ya parte de nuestro patrimonio equino, visual y referencial, todos lo reconocen, pero casi nadie lo contempla. El Interés público ha clavado su mirada no tanto en Carlos IV sino en el portentoso caballo que lo soporta, desde que cabalgó desde el el Colegio de San Gregorio (en donde fue fundido), a la Plaza Mayor, de ahí galopó al patio de la antigua Universidad y luego a la esquina de Bucareli y Reforma, antes de terminar en la calle de Tacuba. Todo era paz, hasta que a la autoridad le dio por mandarle a hacer un facial con ácido nítrico al monarca español que no le borró la sonrisa, pero sí le desgració la patina.
¿Y qué decir de Cristóbal Colón? La efigie del almirante genovés, ubicada en el Paseo de la Reforma, soportó estoica los huevazos, los insultos y las pintas que le dedicaban cada 12 de octubre las huestes del indigenismo fundamentalista. Los demás días del año podía seguir siendo referencia en la glorieta a la que llegó mientras buscaba la ruta a las Indias, y de la cual fue echado por orden de la autoridad por alguna oscura razón oculta en los pantanos ideológicos de los gobernantes.
Las estatuas del Paseo de la Reforma (así, en colectivo, como banda, porque con excepción de Francisco Sosa y otros destacados cronistas, pocos conocen su identidad), han padecido lo mismo durante no pocas manifestaciones. Son intervenidas no por su carácter simbólico, sino por estar plantadas en el marchódromo oficial y a pocos metros del piso.
Las últimas víctimas de la gentrificación política de la urbe fueron las estatuas de Fidel Castro y Ernesto “Che” Guevara, que hasta hace algunos días charlaban plácidamente en una banca ubicada a espaldas del Museo Nacional de San Carlos en la colonia Tabacalera.
Una autoridad decidió que había que hacerles un lugar en el discurso urbano al par de barbudos revolucionarios que coincidieron en esos rumbos antes de iniciar la Revolución cubana. Otra autoridad consideró que no habían tramitado el permiso para estar ahí (las pasadas autoridades, no las estatuas), y que además no habían sido tan chidos como dicen sus defensores. El hecho es que fueron deportados en un trascabo y sus fieles amenazan con armar una revolución, la cual sería justificada sólo por motivos estéticos porque, si somos estrictos, las representaciones no le hacían justicia a los originales.
La urbe, en tanto espacio, es una superficie en la que cada autoridad garabatea (el verbo escribir está muy lejos de los resultados), su discurso político. Atacar un símbolo es ofender una causa, pero no implica desaparecerla. Colón seguirá siendo el marinero que, por equivocación, se topó con este continente, y los fantasmas de Fidel y el Che seguirán vagando en las calles de la Tabacalera. Y las palomas seguirán depositando su excremento sobre edificios y estatuas reivindicando su papel de símbolos de la paz.
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